miércoles, 10 de abril de 2019

Jesús acepta libremente su muerte.


La muerte de Jesús

no fue castigo, es testimonio; no es destino, es libertad. La inspiración de su vida y de su actuación no es el miedo a la muerte sino el compromiso con la voluntad del Padre, leída en el día a día de la vida, y el compromiso con su mensaje de misericordia y compasión hacia los personas. 
El profeta y el justo que, como Jesús, mueren por la justicia y por la verdad denuncian el mal de este mundo que pretende monopolizar la verdad y el bien. Esta cerrazón es el pecado del mundo. Jesús murió a causa de este pecado. Víctima de la opresión y de la violencia, no usó de la violencia y de la opresión para imponerse. 

El profeta de Nazaret que muere era simultáneamente el Hijo de Dios, realidad que sólo se haría diáfana realmente para la fe, después de la resurrección.
 En cuanto Hijo de Dios no hizo uso de su poder divino, capaz de modificar todas las situaciones.
 Apasionado por instaurar su reinado, dió testimonio del poder verdadero de Dios que es el amor. Es ese amor el que libera, solidariza a los hombres y los abre hacia el legitimo proceso de humanización y  encuentro con el Padre.
        

            JESÚS,

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