martes, 30 de noviembre de 2010

VIII Parte: San Juan Eudes, Un Hombre que apostó por la Misericordia

El Precio era la Cruz

Parecía inevitable que por esa opción debiera pagar un alto precio en luchas dolorosas, dentro de aquel contexto histórico tan complejo; y lo pagó con entereza, gallardía y ecuanimidad: "Si hemos de soportar alguna molestia o fatiga no es del caso desanimarnos o quejarnos por tan poca cosa. Aun si tuviéramos que enfrentar la muerte, ¿no deberíamos acaso considerarnos inmensamente afortunados?".

Su abandono del Oratorio le atrajo el rechazo de muchos de sus antiguos hermanos, y su lucha contra el rigor desmedido del jansenismo le acarreó tormentas y horas muy difíciles. Pero él no rehuyó la cruz, demostrando así hasta qué punto su apuesta por la misericordia era auténtica y comprometida:

"La divina misericordia me ha hecho pasar por numerosas tribulaciones, y éste ha sido uno de los más insignes favores que de ella he recibido, porque me han sido extremadamente útiles, y Dios me ha librado siempre de ellas".

Más aún, para él esas persecuciones no eran simple cruz sino que se situaban también en el camino de la misericordia divina: "Después de una desolación de seis años, el Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo se ha dignado enjugar mis lágrimas y cambiar mi amargura en un gozo increíble. Sea por ello alabado y bendecido eternamente".

Estaba consciente, y así lo escribiría más tarde, de que no hay redención sin cruz; por eso veía en el martirio "la cima, la perfección y culminación de la vida cristiana... el milagro más insigne que Dios realiza en los cristianos..., el favor más señalado que hace Cristo a los que ama... En los mártires resplandece de preferencia el poder admirable de su divino amor...".

Y, coherentemente, pediría con insistencia esa gracia; testimonio de ello es el hermoso "Voto de Martirio" que nos legó. No fue le concedida dicha gracia, pero le fue regalada otra quizás más grande: el convertirse en misionero y profeta de la misericordia de Dios. Por eso, ya en el atardecer de su vida pudo exclamar: "Aunque ya estoy viejo (74 años), predico casi todos los días, confieso, y atiendo infinidad de asuntos. Todas estas fatigas nada cuestan cuando se tiene el consuelo de ver cómo los pueblos corresponden a lo que se hace por su salvación".

De esa manera, Juan Eudes se nos revela como un auténtico profeta de la misericordia, en una época en la que se imponían tantas corrientes rigoristas. Y a partir de esa pasión que lo devoraba delineó un camino de santidad basado en la mística del amor comprometido. En él, la misión y el ministerio aparecen como las dos caras de la existencia cristiana, un lazo concreto y visible entre el amor de Dios y la miseria humana. Ello sintetiza todo su proyecto espiritual y misionero.


Y ello sería así hasta aquella tarde del 19 de agosto de 1680, cuando expiraba repitiendo una y otra vez: "¡Jesús es mi todo!"

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