sábado, 20 de noviembre de 2010

VII Parte: San Juan Eudes, Un Hombre que apostó por la Misericordia

Espiritualidad de encarnación

Por tanto, no podemos acusar al pensamiento eudiano de espiritualista, como si no le importaran sino las cosas espirituales, olvidado de las necesidades materiales de la gente. De hecho él estaba muy consciente de estas miserias humanas y sociales, pero las veía como una expresión, un síntoma y una consecuencia de la miseria más profunda y radical y la raíz de todas las demás miserias, que es el pecado. Por eso, la "más divina de todas las cosas divinas es la salvación de las almas".


Como normando sensible, práctico y eficiente, nos enseña que es a través nuestro como Cristo quiere realizar su misericordia salvadora. Aunque vivía en un denso mundo espiritual, entendía que la misericordia de Dios no es una noción abstracta, sino la presencia real, muy real, de Dios encarnado en el mundo de los hombres, en los acontecimientos cotidianos.

Andrés Pioger subraya cómo sus contemporáneos se sentían conmovidos por esta actitud testimonial del pequeño gran santo: "Aun fuera de Caen, Juan Eudes se interesa vivamente por los enfermos. Cuando hace la misión en las grandes ciudades establece casas de refugio para los pobres y los enfermos; acomoda a los ancianos y a los que están en mala situación... En Autun, en 1647, hace reparar el hospital de Los Transeúntes y decide la construcción de uno nuevo para los enfermos y para poner allí a los pobres médicos... Donde no crea hospitales visita siempre los que ya existían...

Porque no quiere sólo socorrer materialmente sino dedicarse a cultivar las almas...".

Obviamente, Juan Eudes era deudor de las ideas de su época. Por eso su concepción de la misión, que obedecía a una mentalidad de nueva cristiandad, difiere de otras más modernas, en las que se enfatiza más el compromiso estructural que las "obras de misericordia". Y no podemos pedirle a un hombre del s. XVII, por más santo que fuera, que tuviera las ideas de un misionero post Vaticano II. Lo importante es ver cómo él, a su modo, no separaba jamás aquellas cuatro dimensiones de la misión, que citaba Pablo VI en la Evangelii Nuntiandi: el compromiso, el anuncio, el testimonio y la denuncia.

No hacía del trabajo por los pobres un simple compromiso social, porque lo suyo era servir el Reinado de Jesús en los hombres, pero tampoco convertía su predicación en un desencarnado anuncio de verdades abstractas o de eslóganes ideológicos. Por otra parte, aparece clara su convicción de que no se trataba de un trabajo social más, que podía favorecer la evangelización, de una pre-evangelización como se dice a veces, sino de una verdadera evangelización puesto que su finalidad era la conversión a Cristo. Y cuando había que enfrentarse a los responsables de cualquier sufrimiento injusto, así fueran el rey o la reina, lo hacía con claridad, valentía y misericordia.

Su misma concepción de la grandeza del ministerio sacerdotal no obedecía a criterios de poder o grandeza humana, ésos que hoy tanto chocan a la teología moderna, sino a la convicción de que el sacerdote, en cuanto tal, tiene, como casi exclusiva tarea, ser misionero y tesorero del Padre de las misericordias. Por eso sentía la urgencia de contagiar a los hermanos sacerdotes el ardor quemante de su propia experiencia misionera. Escribe, por ejemplo, durante la misión de Vatesville: "Son maravillosos los frutos que recogen los confesores. Pero lo que nos aflige es que ni la cuarta parte se podrá confesar. Estamos abrumados. (...) ¿Qué están haciendo en París tantos doctores y bachilleres, mientras las almas perecen por millares, porque nadie les tiene una mano para retirarlas de la perdición?".


La dramática experiencia de su propia vida, sumada a la constatación de los ingentes problemas que vivían el mundo y la Iglesia, alimentaron sin duda su pesimismo ante las reales posibilidades del hombre. Pero aun así, supo proponer y mantener una propuesta de vida cristiana siempre equilibrada y sana, aunque exigente. Por eso, a Juan Eudes se le puede aplicar lo que él mismo escribiera de María: contempló, amó y llevó en su corazón el Corazón de Cristo, hasta hacerse con él un solo corazón.

También él se dejó habitar y dinamizar por el Corazón de Dios, que es Cristo. Fue este Corazón el que lo condujo hasta sus hermanos y hermanas en necesidad; fue este Corazón el que lo alentó, sin descanso, por los caminos de la misión; y fue este mismo Corazón le permitió situar su carisma y su misión entre la miseria del hombre y la misericordia del Dios-Amor que quiere que todo hombre se salve.


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