"Hacer de la Universidad un espacio privilegiado «para practicar la
gramática del diálogo que forma encuentro»[1]. Ya que «la verdadera sabiduría, es producto de la reflexión, del diálogo y del encuentro generoso entre las
personas»[2].
La convivencia nacional es posible
—entre otras cosas— en la medida en que generemos procesos educativos también
transformadores, inclusivos y de convivencia. Educar para la convivencia no es
solamente adjuntar valores a la labor educativa, sino generar una dinámica de
convivencia dentro del propio sistema educativo. No es tanto una cuestión de
contenidos sino de enseñar a pensar y a razonar de manera integradora. Lo que
los clásicos solían llamar con el nombre de forma mentis.
Y para lograr esto es necesario
desarrollar una alfabetización integradora que sepa acompasar los procesos de
transformación que se están produciendo en el seno de nuestras sociedades.
Tal proceso de alfabetización exige
trabajar de manera simultánea la integración de los diversos lenguajes que nos
constituyen como personas. Es decir, una educación —alfabetización— que integre
y armonice el intelecto, los afectos y las manos— es decir, la cabeza, el
corazón y la acción. Esto brindará y posibilitará a los estudiantes crecer no
sólo armonioso a nivel personal sino, simultáneamente, a nivel social. Urge
generar espacios donde la fragmentación no sea el esquema dominante, incluso
del pensamiento; para ello es necesario enseñar a pensar lo que se siente y se
hace; a sentir lo que se piensa y se hace; a hacer lo que se piensa y se
siente. Un dinamismo de capacidades al servicio de la persona y de la sociedad.
La alfabetización, basada en la
integración de los distintos lenguajes que nos conforman, irá implicando a los
estudiantes en su propio proceso educativo; proceso de cara a los desafíos que
el mundo próximo les va a presentar. El «divorcio» de los saberes y de los
lenguajes, el analfabetismo sobre cómo integrar las distintas dimensiones de la
vida, lo único que consigue es fragmentación y ruptura social.
En esta sociedad líquida[3] o
ligera[4], como la han querido denominar algunos pensadores, van desapareciendo
los puntos de referencia desde donde las personas pueden construirse individual
y socialmente. Pareciera que hoy en día la «nube» es el nuevo punto de
encuentro, que está marcado por la falta de estabilidad ya que todo se
volatiliza y por lo tanto pierde consistencia.
Esta falta de consistencia
podría ser una de las razones de la pérdida de conciencia del espacio público.
Un espacio que exige un mínimo de trascendencia sobre los intereses privados
—vivir más y mejor— para construir sobre cimientos que revelen esa dimensión
tan importante de nuestra vida como es el «nosotros». Sin esa conciencia, pero
especialmente sin ese sentimiento y, por lo tanto, sin esa experiencia, es y
será muy difícil construir la nación, y entonces parecería que lo único
importante y válido es aquello que pertenece al individuo, y todo lo que queda
fuera de esa jurisdicción se vuelve obsoleto. Una cultura así ha perdido la
memoria, ha perdido los ligamentos que sostienen y posibilitan la vida. Sin el
«nosotros» de un pueblo, de una familia, de una nación y, al mismo tiempo, sin
el nosotros del futuro, de los hijos y del mañana; sin el nosotros de una
ciudad que «me» trascienda y sea más rica que los intereses individuales, la
vida será no sólo cada vez más fracturada sino más conflictiva y violenta".
[1] Discurso a la Plenaria de la Congregación para la Educación
Católica (9 febrero 2017).
[2] Carta enc. Laudato si’, 47.
[3] Cf. Zygmunt Bauman, Modernidad líquida (1999).
[4] Cf. Gilles Lipovetsky, De la ligereza (2016).
Mensaje del Papa en la U.C. en Santiago de Chile.
desafío: Comencemos nosotros,
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