Testigo por los caminos
El hombre contemporáneo cree más a los testigos que a los maestros; cree más en la experiencia que en la doctrina, en la vida y en los hechos que en las teorías.
El testimonio de vida cristiana es la
primera e insustituible forma de la misión.
Cristo, de cuya misión somos
continuadores, es el “Testigo” por excelencia (Ap 1, 5; 3, 14) y el modelo del
testimonio cristiano.
La primera forma de testimonio es la vida misma del misionero y misionera, la de la familia cristiana y de la comunidad eclesial, que hace visible un nuevo modo de comportarse. El misionero que, aun con todos los límites y defectos humanos, vive con sencillez según el modelo de Cristo, es un signo de Dios y de las realidades trascendentales.
Este testimonio, en muchos casos es el único modo posible de ser misioneros.
El testimonio evangélico, al que el mundo es más sensible, es el de la atención a las personas, a los pobres y pequeños, a los que sufren exclusión, marginación, a los desheredados de este mundo.
La primera forma de testimonio es la vida misma del misionero y misionera, la de la familia cristiana y de la comunidad eclesial, que hace visible un nuevo modo de comportarse. El misionero que, aun con todos los límites y defectos humanos, vive con sencillez según el modelo de Cristo, es un signo de Dios y de las realidades trascendentales.
Este testimonio, en muchos casos es el único modo posible de ser misioneros.
El testimonio evangélico, al que el mundo es más sensible, es el de la atención a las personas, a los pobres y pequeños, a los que sufren exclusión, marginación, a los desheredados de este mundo.
La gratuidad de esta actitud y de estas acciones, que contrastan profundamente con el egoísmo presente en los seres humnanos, hace surgir cuestionamientos que orientan hacia Dios y el Evangelio.
El trabajar por los derechos y el desarrollo
integral de las personas, por la justicia y la paz, por la recuperación de los que son y han sido maltratados, es
un testimonio del Evangelio.
Cf. Adaptación, Carta encíclica
“Redemptoris Missio”, § 42 Juan Pablo II
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